El miedo es uno de esos hechos que se
viven diariamente en la escuela y que, puesto a funcionar como trabajo
efectivo, resulta útil, aglutinador y saludable para todos los niños y niñas
del grupo-clase. Los niños “traen puesto" el miedo, y lo juegan, lo
preguntan o lo esconden, según se les permita o no expresar lo que sienten.
Nosotros optamos por aceptarlo, como se acepta el cariño, la rabia o los celos,
expresiones todas ellas propias de un mundo afectivo en pleno proceso de
formación.
Motivos tiene el niño, y sobrados,
para justificar la aparición del miedo, porque temer a ser dañado, a dañar o a
perder lo que más quiere y necesita, no sólo es mucho temer, sino hasta
demasiado. Plantearse este tema en la escuela implica situarse en una postura
abierta, en la que caben los afectos del niño, en la que se tiene un respeto y
una consideración importantes por los sentimientos de los demás.
No se propone este tema para
«aleccionar» sobre la valentía ni para memorizar un listado de los miedos
reales y miedos fantásticos. Y tampoco se trata de «asustarlos», despertándoles
inquietudes gratuitas, sino de, sabiendo que las tienen dentro, y que las viven
de un modo individual, y muchas veces angustiante, ayudarles a que las evoquen
y las hagan salir para librarse de ellas.
El juego es, es sin duda, un aliado de
la infancia para recrear las situaciones que le inquietan “haciendo como si”,
porque jugar es una actividad representativa, tiene significante y significado.
El significante son las acciones objetivas, la conducta observable. El
significado es un tema imaginativo que elabora la mente infantil. Ya nada es lo
que parece. Ellos tienen razones para hacer lo que están haciendo. El juego
siempre se acompaña de un alto clímax. Mientras jugamos nuestro cerebro produce
endorfinas y por ende bienestar y placer, por tanto, jugando somos capaces de
reelaborar lo temible para hacerlo placentero.